martes, 18 de agosto de 2015

Nacimos a la vez. El mismo día, a la misma hora y en el mismo momento. La medicina de la época no era capaz de determinar si las madres iban a tener un hijo o varios; las ancianas y los métodos caseros podían deducir si iban a nacer un niño o una niña —dice Sirc con la mirada fija en las tazas que hay sobre la mesa, según Delia contienen nata fría con galletas negras y caramelo líquido. Alza la vista para mirar a la escritora y espera a que termine de apuntar lo que ha escuchado—. Pero nuestro caso fue diferente; la tripa de nuestra madre creció igual que el de otra embarazada más, los doctores estaban satisfechos con los progresos pensando que iba a nacer un solo bebé, pero observar la posición de la tripa o nuestros movimientos no sirvió a las ancianas para determinar nuestro sexo; éramos dos, no una, y los métodos caseros no funcionan en estos casos.
—No entiendo —dice Delia interrumpiendo a mi hermana, esta me mira con un rastro de tristeza en la cara y asiente.
—En las zonas rurales las personas mayores, sobretodo las que han sido madres, suelen predecir si la futura madre tendrá un hijo o una hija. Para ello se fijan en la posición y los movimientos de la barriga, si se mantiene elevada, se cae por su propio peso, está ladeada, la cantidad de golpes que da el bebé desde dentro y demás. Lógicamente, no es un método eficaz, pero suelen acertar casi siempre y a las familias les es muy útil saber si esperan un niño o una niña —digo, acerco la mano al platito colocado entre las tazas y cojo un puñado de las grageas de colores rellenas de cacao; están ricas. Cojo aire con lentitud y espiro aún más despacio, viene lo complicado—. Nuestro nacimiento se complicó demasiado, durante toda la noche el ciego estuvo llorando fuego, el extraño fenómeno sorprendió a todo el pueblo, hubo varios ataques de pánico y el doctor que tenía que atender nuestro nacimiento tuvo que irse al pueblo a ayudar. Nacimos solas, nuestra madre solo pudo tumbarse en el suelo y esperar, con sufrimiento, a que naciese su hija… o hijo. Mientras se esforzaba por traernos al mundo observó las lágrimas del cielo: eran de fuego tal y como había dicho el médico antes de abandonarla, y cruzaban la oscuridad de la noche cada pocos instantes. Su sorpresa llegó tras dieciocho lágrimas de fuego, cuando consiguió que naciese su hija y se encontró con dos y no con una.
Delia termina de escribir y se levanta, desaparece tras la puerta de la cocina y vuelve con una copa con un líquido de color ambarino y un plato con ramas rosadas. Vuelve a sentarse y pregunta:
—¿Cuándo decidisteis ser matronas?
—Años más tarde, cuando el jefe del pueblo nos contó esa historia. Decidimos que no permitiríamos que ninguna mujer volviese a tener un bebé sin ayuda de nadie y que este naciese solo —responde Sirc—. Aprendimos medicina acompañando al médico para ayudarle con cada paciente y los secretos de los embarazos nos los enseñaron las ancianas tras muchas preguntas.

Hemos terminado de contar nuestra historia, Delia nos acompaña a la puerta con el plato en la mano y nos ofrece las ramas para probarlas. Después de coger una cada una dice:
—Es una especie distinta de regaliz, la raíz de la planta no es oscura como sería normal, sino que es rosada y tiene unas vetas blancas en su interior. Está rico.
Tiene razón, está muy rico. Salimos del hogar comiendo el regaliz y nos alejamos mirando al cielo. “Ella… no superó aquella noche”, murmuro. Agarro de la mano a mi hermana para consolarla y veo, junto a ella, cómo una lágrima de fuego interrumpe la oscuridad de la noche. “Como el día que nacimos”, me dice Sirc en voz baja. Asiento y continuamos andando.
Detrás nuestro, Delia dice:
—Feliz cumpleaños, Sirc, Anit.

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