“Con los rayos del sol hicieron mi cabello,
con auroras verdes mis ojos fueron hechos.
Solo en mi cuerpo sobrevive el universo.”
Levanto la mirada y cojo aire, coloco el violín bajo mi barbilla y murmuro los versos de nuevo. Paso el arco por las cuerdas y comienza el espectáculo. «Mi, re, mi, re, mi, si, re, do, laa», susurro las primeras notas a la vez que hago sonar el instrumento. No necesito pensar para continuar la melodía, muevo mi brazo como una autómata dejando que las cerdas del arco rocen las cuerdas y desprendan el resto de la canción que me enseñó mi madre.
Una chica pequeña se acerca a mí y deja una moneda de cobre a mis pies, se aleja un par de pasos y me mira con los ojos muy abiertos, la sonrío y se vuelve corriendo junto a un señor que, supongo, es su padre. La sigo con la mirada hasta que termino de tocar la canción y comienzo una nueva.
Hay más personas que se acercan a mí y dejan caer sus monedas, algunos con prisas, otros deteniéndose a escucharme un rato antes de continuar con sus vidas. Echo un rápido vistazo a mis pies para ver cómo son las monedas; la mayoría son monedas de cobre, aunque también unas cuantas plateadas y una de oro. Miro a la gente que me rodea sorprendida, ¿quién ha podido dejar una moneda de oro? Un par de niños se acercan un poco y comienzan a bailar al son de la música, pruebo con un trémolo y acelero el ritmo de la canción; no puedo evitar reírme, miden poco más de cuatro palmos y se mueven como locos.
Cuando termino la gente comienza a aplaudirme entusiasmada, veo cómo se alejan, aunque hay alguno que se acerca para dejarme monedas. Hoy he conseguido lo suficiente para comer durante toda la semana; aun así, esta noche volveré a tocar en la posada. Recojo el violín y las monedas, guardo las de cobre y las de plata en una bolsita, cojo la moneda de oro y la muerdo. Es de verdad.
Un niño se acerca a dejarme algo y se marcha corriendo. Miro al suelo y recojo la pieza metálica que ha tirado el pequeño al suelo; es un anillo, un anillo con un pergamino enrollado en su interior. Los bordes están oscurecidos, como si los hubiesen pasado junto al fuego para quemarlo, lo desdoblo y leo la única frase escrita: “Te espero en la fuente del diablo”. Recuerdo las palabras que me dijo mi madre antes de marcharse “No te fíes de nadie…”, me gustaría hacerla caso e ignorar el mensaje, pero los bordes quemados me indican quién puede ser la persona. Aparte, un anillo significa compromiso, tengo que devolverlo.
Arrugo la nota antes de guardarla en un bolsillo de mi vestido y camino entre los árboles hasta llegar a la fuente del diablo; nunca me ha gustado esta fuente, está siempre rodeada de gente extraña y la propia estatua me resulta repulsiva. Retrocedo asustada al ver una repentina llamarada rodeando el diablo, un sonoro grito de sorpresa seguido de una lluvia de aplausos me tranquilizan, probablemente sea Vivi con alguno de sus espectáculos de fuegos, probablemente sea él quien mandase al crío dejarme el anillo.
Me siento junto a la fuente y espero a que aparezca la persona misteriosa; mientras tanto decido observar al tragafuegos: es bastante alto superando con creces las dos varas de altura, tiene los músculos muy desarrollados y la espalda ancha; la tez oscura, una cabellera rubia que le llega hasta la cadera y dos ojos de un color azul hielo le dan un toque de misterio perfecto para sus espectáculos. Hace malabares con las llamas y juega con ellas con la misma facilidad que un niño jugando con una pelota, la gente se acerca y se aleja de él según la intensidad del fuego, aplauden siguiendo el ritmo de los movimientos y dejan monedas cuando el fuego pierde fuerza.
Termina el espectáculo escupiendo fuego por la boca hacia la fuente del diablo, dejando consumirse unas pequeñas llamas en los ojos de la estatua. Se acerca a mí y me saluda con unos cuantos malabares.
—¿Cuántas veces te has quemado el pelo? —pregunto, ignorando sus juegos. Llevar el pelo suelto y jugar con fuego no es algo que, posiblemente, no recomienden en ninguna parte—. Por cierto, creo que esto es tuyo —añado lanzándole el anillo al pecho.
—El meu amor —responde él, inclinándose levemente en un intento de reverencia para burlarse de mí—, me alegro de que hayas venido… Quería ofrecerte un nuevo espectáculo —«No te fíes de nadie… aunque si te proponen participar en espectáculos novedosos, no desperdicies la ocasión», las palabras de mi madre resuenan en mi cabeza; el problema es que Vivi y yo no congeniamos demasiado… y trabajar junto a él significaría perder mi puesto en la posada—. Solos tú y yo. Viajando por las Tierras Antiguas con un espectáculo de música, fuego y arte inédito hasta ahora. El anillo puedes quedártelo… —dice antes de lanzármelo de vuelta—, así recordarás siempre este día.
—¿Qué quieres de mí?, ¿en qué consiste tu brillante idea?
—No te alteres artista, no creas que voy a confiar mis ideas a cualquiera —le miro con mala cara, con motivo: he pasado de ser su meu amor a ser una cualquiera con la que habla; no está haciendo méritos para convencerme—, o tal vez sí. La situación es esta: a la gente en esta ciudad no le sobra el dinero, últimamente solo vienen a ver mis espectáculos para pasar el rato y entretenerse, pero casi ninguno suelta su dinero; lo mejor para nosotros es buscar otra ciudad o preparar otro espectáculo que no hayan visto nunca. Ahí entras tú tocando tu instrumento como lo has hecho hasta ahora y entro yo jugando con mi fuego al ritmo de tu música.
—¿Eso es todo? —pregunto, incrédula; tantas tonterías para decirme que la gente no le da dinero y quiere hacer su espectáculo en el mismo sitio que yo, los dos a la vez—. Pensaba que ibas a proponer que tocase mientras tú prendías fuego al arco de mi violín o me quemases el pelo. Aparte, has mencionado la palabra “arte”, y luego solo la he visto en mi espectáculo.
—Esa idea me gusta —perfecto, encima le doy ideas para su espectáculo—. La parte de arte no te la pensaba contar hasta que no aceptases, pero al darme tú ideas, te daré yo la mía. Pretendo quemar esculturas en mis espectáculos, estatuas reales o hechas en madera. Tú…, ¿Tú puedes tocar tu violín con los dedos?
—Antes de aprender a tocar el violín con el arco, aprendí a tocarlo solo con los dedos.
—Perfecto —dice interrumpiéndome—. Yo quemaré las esculturas y haré malabares con mis fuegos mientras tú tocas el violín con un arco en llamas, cuando te quedes sin él continúas tocando con los dedos. Es perfecto.
—Ni lo sueñes —respondo—. Mi arco no lo toca nadie más que yo y no voy a permitir que se queme.
—Pero… —comienza a decir, aunque se calla; en sus planes no debía entrar la opción a una negativa por mi parte.
—Lo siento, pero no —me doy la vuelta y me alejo. A trabajar de nuevo.
En la posada el espectáculo es limitado, toco durante más de una hora mientras los clientes cenan. Toco sin tener que pensar en los movimientos del arco para conseguir que la música brote del instrumento. Toco pensando en la proposición de Vivi. Toco pensando en los meses que pasó mi madre enseñándome a tocar el violín. Toco recordando el día que cumplía primaveras y ella me regaló su violín con su arco, un par de piezas únicas en el mundo. Toco… con una lágrima asomando por mis pupilas.
Termino la melodía y comienzo la última de la noche, una canción para mí. Dejo el arco en la mesa y comienzo a tocar con los dedos, igual que hacía cuando aprendí: «Re, re, mii, ree, sool, faaaa…».